Epílogo de "Juntos, nada más"

miércoles, 28 de noviembre de 2012
 
Portada española de la novela



En un taller de novela que hice hace un par de años, el profesor nos pidió que eligiéramos una novela que nos gustase de verdad y le escribiéramos un epílogo. Pretendía enseñarnos cómo debe hacerse un epílogo para que, en caso de querer poner un colofón final a nuestros escritos, no caer en errores que desvirtuaran lo conseguido con el final de la novela.
 
Adoro a la autora francesa Anna Gavalda. Tiene una forma de escribir muy plástica, innovadora, llena de imágenes sugerentes y unos personajes y diálogos subyugantes. Por ello, elegí para el ejercicio escribir un epilogo para la novela que más me gusta de esta escritora, Juntos, nada más.
Quizás os suene el título, porque además de una excelente novela, ha tenido una adaptación cinematográfica encantadora de la mano de Guillaume Canet y Audrey Tautou.
 
Si no habéis oído hablar de ella, dejadme que, de paso que os presento mi epílogo, os hable un poquito de ella.
 
Camille y Franck
Juntos, nada más, es la historia de cuatro personajes lastimados por diferentes motivos, con vidas diferentes pero todas solitarias que, por una cuestión casi casi de azar (¿o mejor decir destino?) van a descubrir lo mucho que se necesitaban. Camille es una joven con un talento asombroso para la pintura que, por problemas familiares (no os digo más, habrá que leer la novela para averiguar cuáles), ha echado a perder su futuro, ya no pinta y se dedica a trabajar como limpiadora nocturna de oficinas. Franck vive para trabajar. Es un treintañero huraño, amante de la velocidad y las mujeres fáciles que se mata en la cocina del restaurante en el que trabaja y combina como puede sus responsabilidades como nieto con sus apuros monetarios. Paulette es su abuela, una viejecita que, de la noche a la mañana, se ve impedida y lejos de su coqueta casita y que sólo vive para esperar las visitas de su nieto y despacharse agusto con él. Y, por último, Philibert, el querido Philou, un joven retraído, tartamudo de pura vergüenza, filántropo de enorme corazón y experto en historia que, sin proponérselo, se convertirá en el pegamento que los una a todos.
Paulette es una anciana asustadiza en un principio.
 
La historia en si misma es bonita, pero Gavalda tiene una virtud más. No sólo crea historias entrañables, las cuenta con una sensibilidad, un humor dulce y unas imágenes tan bonitas que las convierte en inolvidables, tanto por su forma como por su fondo. Es una escritora directa, parca en descripciones y fuertemente visual. Los diálogos son su fuerte y, además tiene una mirada, a veces compasiva, a veces más irónica sobre sus personajes que consigue captar en seguida la complicidad del lector.
 
Yo la recomiendo encarecidamente siempre que tengo ocasión. Junto a Orgullo y prejuicio, es mi novela favorita y, hasta ahora, todas las personas que se la han leído por recomendación mía, han salido encantadas.
 
Philibert y su gorrito ruso.
Ahora sí, os dejo con el epílogo que le escribí para el taller. Si no habéis leído el libro, por favor, sed conscientes de que os lo voy a destripar, así que ¡cuidado!








EPÍLOGO (mejor no leer si no has leído antes la novela)
 
 
Se escucharon sólo dos toses cuando las luces se apagaron y el telón empezó a abrirse despacio. La pequeña Paulette decía «bah, bah, bah» rodeada de una ola de ssshhh que no incluían la sonrisa bobalicona de su padre. Quién lo iba a decir. El cocinero cabezón también era un sentimental. Camille lo miró y Franck hizo como que no la veía, fingió que era un padre muy responsable, en lugar del trocito de chocolate derretido en que se convertía cada vez que Paulette tenía a bien mirarle, y la meció en sus brazos tarareándole la misma nana que le cantaba su abuela.
―Blandengue ―le susurró Camille al oído, mientras acariciaba la cabecita pelona de la niña.
―Chst, tú a lo tuyo, que está a punto de salir.
Camille se arrebujó en su butaca y se divirtió sintiendo el cosquilleo de felicidad que se le había instalado en la punta de los dedos hacía meses. Dibujar ahora era un ejercicio de puro hedonismo.
De pronto, un foco. Y allí estaba Philou, perdón, Luis XIV, el rey Sol, a punto de contarles su historia como nunca antes lo había hecho porque la capacidad de reírse de uno mismo no era un don muy estimado en Versalles.
Camille se bebió sus palabras. Rió sus chistes. Aplaudió sus manierismos.
Y la muy tonta se puso a llorar cuando acabó.
―¿Qué pasa?
Negó con la cabeza. Se secó los ojos. Franck no lo entendería. O sí. Ya estaba bien de infravalorar la empatía de aquel zoquete con pintas de motero.
―El Rey Sol ―confesó. Franck la miraba con una media sonrisa que mandaba su fachada de tipo duro a tomar viento y la niña dormida en sus brazos―. Si no llega a ser por él, me habría muerto de una pulmonía. Y eso que tenía una chimenea.
―¿Qué quieres que te diga? Como cocinero nones, pero recogiendo animales abandonados… se merece una medalla.
―O un obelisco.
Camille sonrió. Franck no hablaba sólo de ella.